Carta de Cuaresma de la superiora de las Clarisas en España


 

 

 

Carta que escribe la Madre Presidenta de la Federación Bética de las Hermanas Pobres de Santa Clara, Sor Rosario Sánchez, en el tiempo de Cuaresma, a todos los Monasterios de la Federación.

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18 de Febrero de 2013

A TODAS LAS HERMANAS DE LA FEDERACIÓN

Queridas hermanas, paz y bien.

Andado ya el primer tramo del tiempo de Cuaresma, deseo para todas y cada una de vosotras, lo mismo que para mí, que podamos situarnos en estas semanas previas a la fiesta de Pascua con un deseo renovado por vivir y permanecer con el corazón vuelto al Señor, permitiendo que el Espíritu de Jesús nos lleve a “habitar” ese lugar tan cargado de connotaciones bíblicas como es el desierto.

Al evocar este lugar, nuestra memoria y nuestro corazón retrotraen la experiencia de un pueblo convocado a una experiencia de libertad que distó mucho de ser asentida y consentida, una libertad ofrecida —nunca impuesta ni forzada— por Yahvé como don y como tarea a un pueblo instalado en la falsa seguridad que siempre produce la esclavitud. Es esa misma libertad que hoy, a nosotras, se nos convierte en posibilidad de reconocer al Dios que nos sigue insinuando senderos hacia nuestra interioridad en los que reconocer Su empeño, no el nuestro, por liberarnos de nuestros “egiptos” personales y comunitarios.

Si hay un concepto con el que podamos vincular el significado y la vivencia de la Cuaresma, ese concepto es desierto.

Sabemos que hoy se vive y se sobrevive de lo espectacular, de lo que atrapa los sentidos. Cada vez más gente busca de manera compulsiva e inconsciente, sin saber muy bien por qué ni para qué, experiencias y emociones fuertes, a veces corriendo el riesgo de fracasar en el intento de conseguirlas. De esa gente, las hay que desea adentrarse en el desierto, llevados por una curiosidad innata.

Para nosotras, este lugar es, debe ser, sobre todo, espacio teológico donde podamos personalizar y actualizar la experiencia de Israel en una búsqueda, plagada de sombras y fatiga, de su propia libertad. En el desierto se nos ofrece la posibilidad de escuchar la voz del Señor sin endurecer el corazón (Sal.94). En el desierto se nos hace posible el encuentro personal con el Señor, con nosotras mismas, y con la realidad que vivimos y desde la que nos sentimos llamadas a volver a las fuentes “del amor primero” (Ap 2, 4)

Cuando en el famoso libro de Antoine de Saint Exupéry, el Principito fue a parar al desierto. Allí sintió sed. La lógica le llevó a pensar que “era absurdo buscar un pozo, al azar, en la inmensidad del desierto”. Sólo al final de esa búsqueda se le regaló una luminosa certeza: “lo que embellece el desierto es que esconde un pozo en alguna parte”. De sobra sabía el protagonista del libro que de ninguna manera el desierto es lugar para permanecer en él. Es lugar siempre de paso, incluso para los nómadas, moradores habituales del lugar. El clima, las precarias condiciones que hacen casi imposible la vida, no retienen mucho tiempo a quienes deciden adentrase en él. De ahí la necesidad de trashumar, como los beduinos, buscando mejores condiciones de vida.

Late aquí la experiencia de la mujer de Samaría, (Jn. 4). También ella, como el Principito, buscaba agua. Y lo hacía en medio de un desierto, asomada con nostalgia a un pozo demasiado profundo, aparentemente inaccesible. Cargada con su cántaro, símbolo de una vida vacía, revive la experiencia de las grandes matriarcas de Israel: en los pozos apartados, Dios sale al encuentro de sus antepasadas y cuenta con ellas para influir, en muchos casos para decidir, la suerte del clan. ¡Cómo no recordar a Sara, acompañando el paso cansado de un Abrahán escéptico y envejecido por el desierto, sosteniendo sus dudas, contando estrellas junto a él. Rebeca, Raquel, Séfora y sus hermanas y tantas otras mujeres, sin rostro y sin nombre, a las que Dios les cambió la suerte y el destino.

La mujer de Samaría trasciende, en cierta medida, estas experiencias porque ella es encontrada, no por un hombre fuerte y decidido a salvarla de sus enemigos y dispuesto a abrevar sus ganados. La mujer samaritana es encontrada por Alguien que, como ella, está cansado del camino y experimenta con la misma intensidad y hondura una sed de algo más que de agua de un pozo. Los dos buscan agua viva. Pero Uno la tiene y puede ofrecerla y la otra la ansía. El agua que le da Jesús a la mujer llenará su cántaro, hará rebosar su vida. Sólo así Jesús se siente satisfecho, colmado. En compañía de la mujer, Jesús vive la experiencia de una fecundidad evangelizadora que sólo puede hacer posible el Espíritu.

Ni Abraham, ni Jacob, ni Israel, ni Moisés, los grandes patriarcas bíblicos, ni siquiera Jesús, se adentran en el desierto por iniciativa propia. Todos ellos son “obligados” por las circunstancias. Es siempre Dios el que los lleva allí. El Espíritu empuja impele, incita a Jesús a hacer una ardua pero liberadora y clarificadora experiencia de desierto. Para ninguno de ellos, sin embargo, la estancia en el desierto es una estación de término, ni una opción de vida. Es, más que nada, la situación en que queda la persona después de haber tenido la experiencia de sentirse mirada por el Señor. “He visto al que me ve”, exclamará Agar mientras espera resignada la muerte de su hijo y la suya por falta de agua. (cf Gn 16,13).

Al desierto no se va, no vamos, desde una invitación absurda a “huir” del mundo, como si en él fuera imposible la comunicación con Dios. Vamos porque sabemos que Él tiene allí una palabra para cada una y para todas. Y en ese ámbito de soledad y silencio queremos acogerla, entrañarla.

La Forma de vida que nosotras hemos abrazado, llenas de amor y de ilusión, está muy marcada por la experiencia de desierto. Cada día la Palabra nos sugiere adentrarnos en nuestra interioridad, expuesta a infinidad de amenazas, peligros y secretas o disimuladas tentaciones. Precisamente ahí, en lo secreto, donde el Padre ve y recompensa (cf Mt 6,6), es donde podemos y debemos buscar la forma de acoger la propuesta de Jesús a reciclarnos, practicando sinceramente ese ejercicio tan acreditado en las vidas de muchas hermanas y hermanos nuestros que nos han precedido en la fe: el discernimiento o la forma de separar el trigo de la cizaña, lo esencial de lo accesorio, lo superfluo de lo verdaderamente necesario.

La situación actual de crisis a todos los niveles, puede conducirnos a plantearnos nuestra identidad y misión desde una claves diferentes a como estamos acostumbradas a hacerlo. Tenemos que aprender a leer con realismo evangélico el momento presente y en él discernir historias, procesos, pecado, deseos, heridas, compromisos, entrega… Pero no los “del mundo”, no los de la cultura, sino los nuestros, el tuyo, el mío, el de la Comunidad.

Una flor, por insignificante que sea, puede quebrar en un instante la monotonía y el tedio que produce la estancia en el desierto. Nunca este lugar es todo arena, ni todo sequía, ni todo soledad, ni todo tentación o silencio. En algún lugar oculto, se puede adivinar algún matorral verde que insinúa una “humedad escondida” que hace posible la vida, que la sostiene. La vida va por dentro, le hemos escuchado a algún predicador bien situado.

Los judíos han hecho posible, gracias a un sofisticado sistema de riego, canalizar agua y llevarla al desierto, a un lugar donde la vida parecía poco menos que imposible. Pero Dios ya lo había anunciado por la palabra profética de Isaías: “Voy a derramar agua sobre el sequedal y torrentes en el páramo” (Is. 44,3).

Quizá nosotras podamos recibir, a través de esta Palabra, escuchada en términos de novedad y de desafío, una invitación a re-encantar nuestros desiertos, a re-cultivar esas zonas resecas, agostadas y sin agua (Cf Sal, 62) que nos demanda el corazón con un lenguaje que hay que saber descifrar en y desde un silencio habitado.

Clara fue una mujer de desierto, de interioridad, como lo han sido, repito, muchas hermanas con las que compartimos y hemos compartido la vida. Su existencia se asemejó a una de esas plantas “de interior” que sólo consiguen mantenerse vivas en espacios resguardados, idóneos. Sabemos de su gran capacidad para la oración prolongada, para el silencio como una forma de relación profunda, intensa. Sabemos de su sobria austeridad. Sabemos, también, que el retiro

no fue para ella “su lugar natural”, como no lo es la tierra para el pez. En el retiro Clara se hace fuerte, se reconoce y se sabe en el misterio de Aquel que la atrae con fuerza, con pasión. Pero Clara no se queda en él. Clara hace su propio éxodo compartiendo su existencia con las hermanas que el Señor le da.

A nosotras nos toca echar mano de un testimonio, tan luminoso como elocuente, y decidirnos a elegir el escenario del desierto para vivir esta Cuaresma que trasciende los cuarenta días en los que la liturgia la enmarca, para abarcar toda nuestra existencia. Toda la vida es desierto, búsqueda, sed…

Dios tiene una palabra para cada una. Que podamos escucharla distinta en este tiempo favorable, días de salvación (2Co 6, 2ss). Que podamos acogerla al estilo de María, entrañándola en lo más hondo de nuestro corazón: “Yo la cortejaré, me la llevaré al desierto, le hablaré al corazón. Le regalaré sus antiguos huertos y el Valle de la Desgracia lo haré Paso de la Esperanza, y me responderá allí como en los días de su juventud, como el día en que la saqué de Egipto. Aquel día –dice el Señor- me llamará Esposo mío” (Os 2, 16-17).

Pidamos unas por otras para llegar a la fiesta de Pascua con la certeza de sabernos definitivamente salvadas por la resurrección de Jesús, convocadas a la vida: a darla y a recibirla, COM-PARTIÉNDOLA. Sabemos que no hay otra manera de recuperarla sin darla por adelantado.

“Que el Señor esté siempre con vosotras y que vosotras estés siempre y en todas partes con Él”.

Recibid un fuerte abrazo de vuestra menor hermana.

 

Sor Rosario Sánchez

 

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